En el día del Padre, deseo compartir este Post con el cuento
Hueso Duro de Cronwell Jara que gano el Primer Premio de cuentos en el Concurso
José María Arguedas organizado por el Instituto Peruano Japonés en 1979, y lo leí
por esos años cuando estudiaba en la UNMSM.
Donde podemos apreciar el comportamiento de las pasiones
humanas, que cuenta la experiencia de trágicos momentos de la familia vivida
por un niño de seis años, donde vemos el gran aprecio que tiene por su “padre”,
en la narrativa Ud. vera sentimientos de
odio, amor, desamor, sangre y un desenlace impresionante.
(Transcrito del libro Las Huella del Puma que contiene otros temas de igual interés).
Hueso duro
Camino Real de Morropón a Tuñalí.
Sigiloso desmonto de la mula; tuerto, ojo azul, sin tres
dedos en una mano y en la otra un puñal.
Así me lo imagino.
Arriba, cielo celeste, un sol florido.
Abajo, el tuerto ingresando a mi casa…
“Celedonio Rojas, he venido a matarte”.
Dijo el Pancho Carnero y con toda su hiel le arrió la
muerte, clavándole el puñal en la
espalda antes que Celedonio, mi padre, pudiera reaccionar y defenderse.
Oí el “¡tum!” de un golpe sordo y hondo, como de un cántaro
que se quiebra o de un mate que se raja;
un quebrarse de huesos, un alarido escalofriante que me atormentara para
mucho.
“Celedonio, lloras como mujer. Y mueres con miedo a la
muerte. Mereces morir con polleras”.
Mi padre cayó de quijadas sobre la mesa, chasqueándole como piedras las muelas.
“Celedonio, cumplí mi palabra. No te pido que me perdones”.
El apuñalado fue ladeándose y volvió a caer. Vi rebotar su
cara al dar con el suelo, no le oí otro grito, vi sus ojos saltados, un
quishque finito de sangre descolgando por sus labios temblones, su gesto de candela sin llanto, su ahogo de
súplica, sin palabras pidiendo misericordia, piedad, un inútil perdón… por fin
lloraba.
“Mataste mi buey pinto, Celedonio, ¿recuerdas? Me humillaste
en el duelo a machete, me tajaste tres dedos, me vaciaste un ojo, ¿cómo sentir
pena por ti, Ya me olvide como se pide perdón”.
Afuera se espantaban las gallinas, la oveja, mi ternero,
como si hubieran olido, cerquita, un difunto.
El Pancho no me había visto o se hacia el que no, pero yo huí como una lagartija cobarde a
ocultarme detrás de un arcón y debajo de una silla.
“Pero sabes que por eso no te mato. Celedonio, entiéndelo
antes de que mueras. La humillación más grande fue cuando te llevaste a mi
mujer”.
Alzo la cara temblante y sudorosa el caído, quiso hablar
pero solo emitió un áspero ruido como el que da un atragantado por espinas.
“Todos se reían de mí, a mis espaldas. Como dándome navajazos. Como desollándome
vivo, Celedonio…”
Preso en mi espanto, llorando bajito, recordé entonces una
conversación casual de mi padre con mi madrina, la vieja Pugo: “Mate su buey
yuntero, sí, pero fue casual. Fue por dispararle a un tuco malagüero y ya ve, maté buey, mate tuco.
Pero pagué la bestia con muchos cuarterones de maíz, muchos billetes, varios
odres de aguardiente. Y si pelié fue porque estando bebidos el Pancho Carnero
me retó, tuve que defenderme. Y ya ve que ni lo quise matar”. Y en otra ocasión
les oí decir a unos amigos de mi padre que la Florinda se había acostado antes
con Pancho Carnero, que había llorado por él cuando estuvo a punto de morir en
el duelo donde le salpicó un ojo y perdió los tres dedos, pero que el Pancho
mucho le pagaba, y se acostaba con la Florinda sólo porque era muy hermosa,
como su nombre, pero que ella lo quería úuuh, a rabiar, y le pidió varias veces
que le lleve a la quebrada de las lajas y la tumbe entre los pericos y los
choclales. Que el Pancho Carnero era como una borrachera de placer para
Florinda. Que la Florinda, antes de tenerme, había abortado varias veces.